Un estruendo de puertas cerrándose marcará el inicio de uno de los rituales más herméticos y cargados de simbolismo de la Iglesia Católica: el próximo miércoles 7 de mayo, 133 cardenales electores reunidos en cónclave quedarán aislados del mundo exterior en la Capilla Sixtina, bajo juramento de secreto absoluto, para elegir al nuevo Papa.
Tras prestar juramento, el Maestro de Ceremonias Litúrgicas, Mons. Diego Ravelli pronunciará la frase en latín Extra omnes (¡Todos fuera!), e inmediatamente todos los que no participan en el cónclave tendrán que salir.
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Comenzará en ese momento un periodo de encierro donde la confidencialidad es ley y la excomunión automática acecha a quien ose romper el silencio, mientras el mundo espera, atento a la señal de humo blanco que anunciará la elección de un nuevo pontífice.
Cualquier o con el mundo exterior está prohibido, salvo por razones graves y urgentes, como un problema de salud, que, en cualquier caso, debe ser confirmado por un de cuatro pares.
La confidencialidad que debe rodear al cónclave no es un detalle trivial. Está explícitamente regulada por la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por San Juan Pablo II en 1996 y revisada por Benedicto XVI en 2013.
La Carta Magna, que delinea las líneas maestras del desarrollo de la elección del nuevo Papa, dedica un capítulo entero a la obligación de guardar secreto, prohibiendo a los cardenales divulgar cualquier información sobre el desarrollo de las votaciones, los nombres que más han resonado, las deliberaciones mantenidas en las congregaciones cardenalicias pasadas o cualquier conversación que se refiera al cónclave. La violación de esta norma está castigada con la excomunión automática (latae sententiae), una de las sanciones más severas que contempla el Derecho Canónico.